LAS PENAS y ALEGRÍAS DEL MEDIO AMBIENTE, sus políticas y sus políticos.

jueves, 18 de julio de 2013

CÁNCER Y MEDIO AMBIENTE
Víctimas de la ambición


Cuando era adolescente, la organización española de lucha contra el cáncer celebraba una Fiesta anual repartiendo “pins” y banderitas por las calles a cambio de una donación. Esposas o parientas de dirigentes del régimen del general Franco presidían aquellos tenderetes (“mesas petitorias”) instalados en la vía pública. En los años sesenta del siglo XX, el cáncer era considerado como una enfermedad emergente y de viejos, incurable y misteriosa, consecuencia del alargamiento de la esperanza de vida en el mundo moderno. 

Ha pasado medio siglo y el cáncer ha dejado de ser un accidente de final de etapa, para transformarse en la plaga que azota la civilización occidental del siglo XXI. Su incidencia se ha multiplicado (+ 40% en cincuenta años), cada vez afecta más a los jóvenes y sabemos de dónde procede. Para la OMS (Organización Mundial de la Salud – Naciones Unidas) el cáncer es, por encima de todo, una enfermedad ambiental y de nuestra forma de vida. Los estudios epidemiológicos, vetados o falseados hasta hace pocos años, muestran su carácter de enfermedad laboral y ambiental por exposición crónica a substancias tóxicas e irritantes, además de desencadenarse por alteraciones (perturbaciones) hormonales persistentes en el conjunto de la población.

El cáncer en el mundo occidental viene de la diaria dosis de tóxicos que comemos o respiramos, formando en nuestro organismo un cocktail corrosivo. No han sido los grandes laboratorios médicos o farmacéuticos, las poderosas agencias de protección de la salud ciudadana o los políticos quienes han desvelado el origen de tanto sufrimiento. Ha sido otra gente, valerosa y pertinaz, que no ha dudado en enfrentarse a corporaciones que hacen su fortuna vendiendo tóxicos y que han denunciado la pasividad de tantos políticos débiles y corrompidos. Una de esas personas se llama Marie - Monique Robin.

El silencio de los campos

Hace más de cuarenta años, otra mujer llamada Rachel Carson describía en su libro “La primavera silenciosa” la hecatombe de los campos norteamericanos impregnados de pesticidas. Con aves e insectos masivamente envenenados, la agricultura occidental intensiva se encaminaba hacia la actual pesadilla, literalmente bañada en tóxicos persistentes. El silencio se ha hecho tan extremo que alcanza nuevas fronteras porque, ahora, vivimos también el “silencio de los campesinos”.

La potente Mutuelle Sociale Agricole (MSA) de Francia, junto al INSERM (Institut National de la Santè et de la Recherche Medicale) y el Parkinson´s Institute de California ha reconocido en los pesticidas agrarios la causa de enfermedades laborales. Los mal llamados productos “fitosanitarios” (herbicidas, insecticidas, fungicidas) provocan daños neurológicos e intoxicaciones agudas a casi 3 millones de agricultores cada año en el mundo, según reconocen la OMS y la FAO. Aunque nada se dice de las afecciones a largo plazo, como el Parkinson, el Alzheimer o la esclerosis que devastan las comarcas rurales europeas y americanas.

El cambio de postura de la MSA, antes sumisa a la industria química, es una revolución para los campesinos europeos que sufrían en silencio su propio envenenamiento y el desprecio de sus compañeros. Nada más doloroso para un agricultor que caer enfermo por culpa de la exposición a pesticidas y, además, sentir sobre él los recelos de su comunidad. A su enfermedad se añade la condición de molesto testigo, el enemigo que debe ser aislado y silenciado. Después de los pájaros y los insectos, llega el silencio de los envenenadores envenenados, de los estigmatizados.

La mayor trampa jamás urdida

Toda, absolutamente toda la política de prevención frente al envenenamiento masivo de las poblaciones ha sido diseñada por las agencias de seguridad alimentaria y sanitaria, nacionales o internacionales, sobre bases plagadas de irregularidades. Una de esas bases se llama la dosis o Ingesta Diaria Admisible (IDA), es decir, la cantidad de una sustancia química que se puede ingerir cada día, expresada en miligramos por kilogramo de peso corporal, sin aparente riesgo para la salud.

El concepto de la IDA fue ideado en los años sesenta, sin la menor base científica, por los propios técnicos de las industrias químicas norteamericanas. Los razonamientos científicos, las pruebas clínicas en las que debería basarse cualquier IDA, son inexistentes desde el momento en que se mantienen en secreto por las industrias que las llevan a cabo, sus métodos son confidenciales y quedan bajo las normas de Protección de Datos. Según explican los responsables de crear una IDA, el procedimiento consistiría en inyectar, alimentar o exponer a miles de ratones a dosis progresivamente decrecientes de la sustancia analizada, hasta comprobar que dejan de morir o enfermar en un cierto plazo de tiempo. Anotada la posible dosis inocua, es dividida por 10 para salvar la distancia entre el animal y el ser humano. Luego se divide de nuevo por 10 para tener en cuenta las diferentes sensibilidades entre personas y edades. Eso es todo.

Es lo más parecido a una lotería, sin pruebas demostrables y, por tanto, es inaceptable. En lugar de científico, el sistema de la IDA es simplemente social, aleatorio, comercial y político. Su destino no es evitar el riesgo del consumidor, sino garantizar el beneficio de la industria. Además, las supuestas y secretas pruebas en las que se basan las IDA se definen a corto plazo (la corta vida de un ratón de laboratorio), pero nada dicen de los efectos de esas IDA repetidas durante veinte, treinta o cuarenta años en el ciudadano consumidor. Peor aún, el mismo concepto de la IDA es primitivo.

En el siglo XVI, el alquimista Paracelso lanzó su frase “el veneno es la dosis”. Tomando este principio como bandera, la industria y las agencias de seguridad alimentaria tratan todas las moléculas químicas incorporadas o añadidas a los alimentos y productos de nuestra vida diaria. El proceso de formulación de una IDA se complementa con el rastreo de pesticidas en los alimentos que se ofrecen al consumidor. Este trabajo se realiza por los Laboratorios Nacionales de Referencia (LNR), basándose en el llamado “Codex Alimentarius” de Naciones Unidas y las decisiones de un Comité OMS – FAO de expertos. La identidad de esos expertos es reservada, sus deliberaciones son secretas y no se hacen públicas por respeto a la confidencialidad, a la protección de los datos comerciales y a las patentes industriales.

Como conclusión, los dos instrumentos de supuesta defensa del consumidor europeo, IDA y LNR, son arbitrarios, están rodeados de secretos en su formulación y son “aproximados” en sus resultados reales. No es de extrañar la actual epidemia de cáncer, enfermedades neurológicas y trastornos del sistema reproductivo humano que amenazan nuestra supervivencia como especie.

El efecto cocktail y el BPA

Dos de las más alarmantes manifestaciones de nuestra indefensión ante la química son el llamado efecto “cocktail” y los “perturbadores endocrinos” (disruptores hormonales). En el primer caso, el Instituto danés de investigación alimentaria y veterinaria (Soborg – Copenhague) analizó en 2010 el impacto de tres conocidos fungicidas agrarios en la salud de ratones de laboratorio. Por separado, el pyrimetanil, el cyprodinil y el fludeoxonil no parecían afectar a las cobayas. Pero la mezcla de los tres compuestos provocaba la muerte irremediable del 60% de los ratones. Como explicaba la toxicóloga Ulla Hass, copartícipe del estudio, habían descubierto una nueva matemática donde 0 + 0 + 0 = 60. 

Esas mezclas de toxinas se producen en nuestros cuerpos cada día de nuestra vida. Es posible que cada veneno que ingerimos no supere su correspondiente IDA, pero docenas de venenos se combinan entre sí de forma desconocida en el puchero templado de nuestro organismo, sin que tengamos noticia de estudios serios acerca de sus consecuencias. 

La otra manifestación de indefensión reside en la manera de tratar los efectos de los perturbadores hormonales. El plastificante BPA (Bisfenilo A), presente en las resinas que recubren el interior de las latas de conserva, en las tintas térmicas de los recibos o en numerosos plásticos que están en contacto con los alimentos, actúa en dosis mínimas. El BPA, como imitador de un estrógeno, afecta como lo hace cualquier hormona, en dosis imperceptibles. Esa es la contradicción de los nuevos venenos hormonales, capaces de provocar una severa alteración en dosis ínfimas o de paralizarla en mayores dosis. Es justo lo contrario de las tesis de Paracelso, que lógicamente ignoraba qué era y cómo actuaba una hormona.

Las agencias, como la EFSA europea, aplican al BPA su IDA y luego se lavan las manos. Ni parpadean cuando se denuncia la arbitrariedad, la evidencia de que la fertilidad masculina está bajando más del 50% en algunos países europeos (Dinamarca), que aumentan los cánceres "hormonales" (de seno y de próstata) que ya encabezan las tipologías, que niñas europeas cebadas con BPA tiene su primera regla con 9 años de edad. Algunos parlamentos europeos (Suecia, Bélgica, Francia) preparan leyes contra la presencia del BPA en materiales en contacto con alimentos. En España apenas sabemos qué es eso del BPA y nuestros parlamentarios solo hablan de la delincuencia organizada entre sus filas.

El tabaco y el aspartano como modelo

Cuando en los años 70 empezó a hablarse del tabaco como fuente de cáncer, la OMS atendió a las explicaciones de la industria taquera y a sus ensayos científicos, rechazando prohibir su consumo. Hoy, el tabaco es reconocido mundialmente como un potente agente canceroso y la OMS detesta comentar cómo, en su día, fueron hábilmente engañados o presionados por los lobbies tabaqueros. Algo después, hacia 1980, la EFSA europea se tragaba el cálculo de la IDA para el edulcorante “aspartano”, cifrado en 40 mg/día/kilo de peso corporal. Los autores de aquella IDA eran tres científicos que trabajaban para el propietario de la fórmula del aspartano, la empresa química norteamericana SEARLE.

En el año 1981, Donald Rumsfeld era Presidente de la industria SEARLE y no estaba contento con el mal trato que daban a su producto estrella. La Agencia de seguridad alimentaria, FDA, tenía evidencias de que el aspartano (NutraSweet en su nombre comercial), llegaba a causar tumores en el cerebro. La lista de los daños del aspartano era larga y la FDA no autorizaba su empleo como edulcorante por la industria alimentaria. Pero en el año 1980, el actor Ronald Reagan captó como asesor y miembro de su equipo al entonces joven Rumsfeld. Un día después de jurar su cargo como Presidente de Estados Unidos, el 21 de enero de 1981, Reagan nombró al farmacéutico Arthur Haynes como nuevo director de la FDA (la agencia norteamericana de seguridad alimentaria) y autorizó el aspartano como edulcorante en bebidas, por el procedimiento de aumentar el número de miembros del Comité de evaluación de la FDA con personas adictas a la causa.

En 1985, la empresa Monsanto absorbía SEARLE, indemnizando a Rumsfeld con 12 millones de dólares en bonos (9 millones de euros). Habría que esperar a 1996 para que la FDA volviera a dictaminar el aspartano como sustancia cancerígena peligrosa, gracias a los trabajos de científicos como el neurólogo John Olney. Además del cáncer cerebral, el arpartano causa epilepsia, Alzheimer, Parkinson y otras enfermedades neuronales como la fibromialgia. Sin embargo, el fenilalalina, componente básico del aspartano, sigue encontrándose en algunas bebidas (Coca Cola Ligth, Coca Cola Zero, Pepsi Ligth).

Los años y las décadas pasan. La industria mantiene la presión sobre Agencias y autoridades. Con los pesticidas agrarios y los perturbadores hormonales se  repite el drama del amianto, dictaminado como cancerígeno desde 1960 pero mantenido en la sociedad por la presión de industriales, políticos corruptos y científicos lacayos. Entre tanto, el cáncer avanza.